A los 17 estaba recorriendo aquellas sierras en compañía de su novio, haciendo fotos a rastros de osos y lobos, cuando advirtieron unas pisadas humanas "descalzas".
Al principio pensaron que sería de algún "campista" que había tenido la necesidad de salir de noche a sus quehaceres nocturnos.
Aquella noche acamparon cerca de unos supuestos pasos, montaron las cámaras y pusieron 10 kilos de carne en cachos en frente del objetivo, para que pudiera salir a la perfección el animal que parara a comer. Dejaron tres litros de sangre esparcida hacia la carne, empezaron lejos del objetivo y se iban acercando a los cachos que habían esparcido. Disponían de 10 horas de batería, tiempo suficiente para poder grabar toda la noche.
Diez cámaras y ocho micrófonos iban a hacer que se pudiera grabar a la perfección, oír aullidos es algo espeluznante, mucho más cuando solamente tienes una tienda de campaña como refugio y unas linternas y petardos como armas. La noche era fresca, una diversidad increíble de sonidos inundaba aquel manto de estrellas. Por el horizonte empezaba salir la luna, un halo indicaba su segura aparición, que alumbraba tenuemente aquellas sierras, mientras un aullido cercano provocaba por lo menos siete aullidos más.
Se nos heló la sangre, no habíamos comprendido lo indefensos que estábamos hasta aquel momento.
Parecía hasta romántico estar allí, con esa luna llena que empezaba alumbrando nuestro miedo, a la vez que iban creciendo nuestras siluetas.
La brisa llevaría nuestro olor a kilómetros de allí, habíamos estado tocando carne que cortamos en pequeños trozos sin haber pasado por el río, olíamos a sexo y sangre.
En el claro en el que habíamos decidido pasar la noche, pronto diferenciamos las siluetas de unos magníficos animales, parecía que se tumbaban a esperar algo, se acercaban justo por detrás, donde habíamos montado la tienda de campaña y esperábamos seguros.
Mala idea tirar con miedo petardos a lobos, una vez que se acabaron se acercaron más, entonces fue cuando encendimos el fuego, una hoguera grande y unas cinco o seis alrededor.
Recordamos aquella otra pradera en la que teníamos cobertura que estaba cerca del río, pero ahora era una estúpida disculpa al lío en el que andábamos metidos.
Cuando estaban a solamente unos pocos metros de nosotros, parecía que entre gruñidos decidían cuál de nosotros sería el primero. Le atacaron a él primero, un animal que mediría metro cuarenta se abalanzó contra su cuerpo y lo derribó, luchaba por mantener las fauces de aquel lobo lejos de su cabeza cuando otro se le lanzó contra las piernas. Las mordía, rasgaba y arañaba mientras zarandeaba cuando dentelleaba.
Otros dos lobos se arrojaron sobre lo que sería su segura comida esa noche, mientras notaba cómo otros dos me devoraban a mí.
A la mañana siguiente desperté aturdida, tenía mordiscos por todo el cuerpo, parecía que se habían limitado a morderme y lo más asombroso, parecía que me curaba.
Anduve perdida entre cañones, un hambre atroz hacía que me volviera loca, habían pasado solamente unas horas y ni siquiera pensaba en lo que me había ocurrido, ni en lo que pensarían que hubiera pasado, solamente tenía hambre, un hambre por el que comía cualquier insecto o flor que viera, casi cacé un conejo a la carrera, parecía más fuerte y no paraba de pensar en comida, así me detuve y empecé a escarbar en la madriguera, después de haber tapado unos cuantos agujeros así terminé cogiendo al conejo y sus crías.
Comencé devorando la crías, era como si estuviera comiendo pastel. Seguí con la madre, había tragado aquellos pasteles como si fueran aceitunas, comía llenando mi boca con la carne y piel de aquel animal cuando de repente, me di cuenta de lo que estaba haciendo.
Era como si me hubieran quitado la humanidad y bruscamente, me la hubieran devuelto.
Lo siguiente después de la arcada fue expulsar todo lo que había comido, casi ni salían de la garganta aquellos pedazos de vida que ahora entre vísceras y babas quedaban expuestos a ser llamados restos, desechos.
Un gigantesco lobo pardo salió de entre la maleza, no tenía miedo de mí y aunque pareciera raro, tampoco lo tuve de él.
Se acercó y comió todo lo que había menospreciado, la culpa humana había interferido en la más natural acción en la naturaleza.
Se hacía de noche cuando aquel ejemplar magnífico se levantó y comenzó a aullar, sonaba diferente, podía notar la diferencia que había y cómo modulaba su tono, la diferencia entre escalas que hacía me resultaba irresistiblemente atrayente.
A la vez comenzaron a sonar diferentes aullidos, que se entremezclaban y sonaban con un tono hipnótico que llamaba a la reunión, unos diez minutos duraron los aullidos esta vez, luego los sonidos de la noche envolvieron nuestra presencia.
Al cabo de un rato, un grupo de unos nueve lobos, abandonaba aquel paraje a la carrera silenciosamente.
Me ha gustado mucho
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